No me pidáis que explique cuándo,
cómo y por qué pasar seis horas en un
coche me pareció un plan genial. Mis amigos del mundo real saben que odio
conducir, y que odio todavía más hacer de copiloto más allá de lo justo y
necesario, o lo que viene siendo más allá de unos 45 minutos. Supongo que ayudó
el hecho de estar en modo dolce far niente, en modo hippie sanfrancisquero y en
modo nada-importa-vamos-a-la-aventura. Algo ayudó también que el destino que
aguardaba tras esas seis horas de carretera fuese una ciudad como Los Ángeles,
y quizás también la idea de conducir California a través. Eso mola en cualquier
currículum viajero. Equivale a haber trabajado en Google, o a haber hecho una
entrevista de trabajo para ellos por lo menos.
Vosotros me vais a decir que qué
hago escribiendo y subiendo fotos de una carretera bajo un cielo azul. Que aún
es verano, que eso lo veis todos los días.
Pero os puedo asegurar que aunque lo parezca no es eso. Vamos a
atravesar juntos un trocito de California.
Desde que salimos conduciendo por
las calles de San Francisco sentimos que aquello no tenía nada que ver con
nada. Que conducir era aquello que solemos hacer en Sevilla: coger el coche
cada mañana para ir a trabajar, por las mismas carreteras y calles, con los
mismos semáforos y atascos, y hasta coincidiendo a veces con los mismos coches
que a la misma hora que tú irán de camino a sus obligaciones. Lo mismo siempre.
Con todo lo que aburre siempre lo mismo.
Y supongo que lo que me ayudó
principalmente a pasar seis horas metidas en un coche fue la idea de que no
había ninguna obligación, no había horarios, no había nadie más que M y yo y
todo dependía exclusivamente de nosotros y que el destino más cinematográfico
de la historia del cine nos esperaba con los brazos abiertos al final del
camino. Y os tengo que confesar que todos esos factores mezclados dan como resultado
el mejor cocktail de satisfacción del mundo. A veces todo lo que hay que hacer
es hacer lo que quieres hacer, exclusivamente con aquella persona con quien lo
quieras hacer.
Por lo demás: cielos azules.
Calor, mucho calor. Música que parece que fue compuesta para conducir en EE.UU
y que sin querer llevabas desde tu tierna infancia en la cabeza en una play
list primitiva de neuronas. Gasolineras bien surtidas de chuches varias, y bien
surtidas significa perder el norte de si estás en la tienda de la gasolinera o
en un hipermercado de golosinas. Paisajes dignos de una película del oeste.
Atardeceres. Pequeñas charlas con el GPS.
Circunvalaciones infinitas que parecen no llegar nunca a Los Ángeles. Quedarte
atascado en Los Ángeles cuando pretendes salir de una ciudad como aquella un
Viernes a las tres de la tarde, víspera de un fín de semana largo festivo. Y
sueño, mucho sueño a la vuelta. Con esa sensación rara de estar medio dormida o
medio despierta, con los recuerdos de todo lo que has empezado a ver y a vivir
mezclándose en tu cabeza con los recuerdos antiguos y con el jet-lag todavía
haciendo de las suyas.
Ocho horas de viaje de un
trayecto que se hace en seis, y un peaje después, volvimos a “nuestro campamento
base” San Francisco. Tocaba dormir a pierna suelta y reponer fuerzas. La
aventura continuaba.
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